17 octubre 2006

EL SEÑALADOR...Por Marcelo Birmajer

Siempre devuelvo las cosas que me prestan. De hecho, tengo un estante específico en mi estudio, donde acomodo los libros y discos prestados. Sin embargo, La Dalia azul, un guión de Raymond Chandler editado por la ya desaparecida editorial Bruguera, fue un libro que nunca pude devolver.

Me lo había prestado un conocido, Leco, cuando comenzábamos a hacernos amigos, compartiendo el trabajo en un diario. La tarde en que decidí comenzar a leerlo, descubrí que, entre la página 50 y 51, se hallaba aplastado un billete de cien pesos, que por entonces eran cien dólares. Cerré el libro con una sonrisa detectivesca y llamé a Leco. Me atendió la esposa, "la Tana". Yo la conocía de haberla visto una vez en la redacción: era una belleza.

Le pedí por Leco y me dijo que no estaba. Le expliqué la situación.

- Uy, respondió la Tana. Yo dejé ese billete ahí. Pero justo hoy por la mañana nos matamos porque él me dijo que me había dado el billete, y yo le decía que no. Lo metí adentro del libro y me lo olvidé. Por favor, no le digas nada... se va armar la discusión de nuevo.

Corté con un saludo de cortesía, pero sin saber qué hacer. No le podía devolver clandestinamente el billete a la Tana, porque eso implicaría un encuentro con ella a espaldas de Leco. Tampoco me resultaba fácil reavivar la discusión. Dejé pasar el tiempo. Ni leí el libro ni volví a mencionarlo. Lo dejé, con su billete adentro, en el estante de las cosas prestadas.

El diario dejó de existir. Dejé de ver a Leco durante unos cuantos meses, y para cuando lo volví a encontrar, la Tana lo había abandonado. Conversamos durante un par de horas en un bar de la calle Corrientes. De pronto, me reprochó no haberle devuelto nunca el libro. Aliviado, le conté la historia. Leco se enfureció como si yo tuviera la culpa de algo. Me trató de desleal. Airado, se fue dando un puñetazo en la mesa. Desde entonces, el libro permanece como un recordatorio de la imposibilidad de la armonía, en mi estante de cosas prestadas. El billete, en su interior, ya se ha depreciado en un 70 por ciento.


Este artículo apareció publicado hoy martes 17 de octubre 2006 en Revista Ya, El Mercurio, Chile.
La autorización para reproducirlo fue dada por el autor.

Lo estoy transcribiendo pues poca gente escribe cosas relacionadas con los marcapáginas, aunque sea como anécdota

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué buen relato!! Un objeto que se vuelve todo un símbolo. Gracias por compartirlo.

Soshebar dijo...

Olga, interesante tu blog. ¡Felicitaciones!
Me gustó mucho el post de Marcelo B., la historia es muy de él.
Te voy a contar de un marcapáginas que imporvisé una vez ¡no sé ni cómo!
No recuerdo qué leía exactamente, pero fué un "palito de helado" lo que acompañó la lectura de ese libro un verano. Era muy práctico en la playa...no se volaba y me permitía morderlo mientras leía.
Cuando el texto llegó a su fin, no tiré el palito. Ya la arena se había encargado de "desinfectarlo", de sacarle los restos de mi saliva.
Lo observé y mis dientes estaban marcados en ambas puntas.
No me acuerdo de que texto se trataba, pero si lo encuentro...reviviré ese verano junto al mar.
Cariños, Sonia.

Te invito a visitar mi blog: soshebar.blogspot.com

Soshebar dijo...

Olga, interesante tu blog. ¡Felicitaciones!
Me gustó mucho el post de Marcelo B., la historia es muy de él.
Te voy a contar de un marcapáginas que imporvisé una vez ¡no sé ni cómo!
No recuerdo qué leía exactamente, pero fué un "palito de helado" lo que acompañó la lectura de ese libro un verano. Era muy práctico en la playa...no se volaba y me permitía morderlo mientras leía.
Cuando el texto llegó a su fin, no tiré el palito. Ya la arena se había encargado de "desinfectarlo", de sacarle los restos de mi saliva.
Lo observé y mis dientes estaban marcados en ambas puntas.
No me acuerdo de que texto se trataba, pero si lo encuentro...reviviré ese verano junto al mar.
Cariños, Sonia.

Te invito a visitar mi blog: soshebar.blogspot.com